Ser esencial. Ser social. Ser natural.

Dichoso caminar el del “ser” en el que todo parece empezar en el encuentro entre mamá y papá… Quizás, uno de tantos otros, quizás uno un tanto especial. Dos cuerpos, cada uno con lo suyo, fundiéndose a través de esa extraordinaria energía capaz de crear y destruir mundos. Y sí, así es como surge todo, así es como padre y madre vuelven a ser uno a través de los latidos del corazón del niño. Así es como la existencia se nutre de la carne humana para seguir jugando desde este misterioso e infinito teatro. Teatro en el que, a través de la piel, esas dos células ancestrales pasaron un día a ser “yo”. Papá y mamá fundidos en este “muñequito” que ahora escribe.

Y claro, por si fuera poco, nueve meses después sucede el salir del huevo para llegar al mundo. Llanto y celebración que pasan a ser la misma cosa. Mágica transformación, desde el calor del encuentro hasta el bebé que mama, llora y caga. Fragancia consagrada que, pese a la lejanía de mis recuerdos, es imposible de olvidar.

Y así, llega la noche, una cualquiera, tal vez una muy especial, en la que el bebé, acunado sobre la consciencia materna, se sumerge en el sueño de la separación para desde ahí, comenzar a inventar y a crear. Como si de algún modo, creer en la división fuera requisito indispensable para poder jugar. Inteligencia sutil al servicio de la supervivencia del bebé para traerlo justamente hasta aquí. Mundos mental y emocional, que garantizan el alimento y los cuidados necesarios para sobrevivir. Máscaras y disfraces suculentos, sobre los que se hace casi imposible no olvidar…

Aparecen de camino el lenguaje y las infinitas maneras de soñar. Y detrás, las primeras palabras con las que el niño va uniendo los puntos hasta establecerse más allá de mamá y papá. Tú y yo, consciente e inconsciente, amor y miedo, olvidar y recordar… Divisiones y más divisiones, que desdibujan lo esencial y disfrazan al cigoto en un mero “muñequito” desde el que experimentar. Un ir y venir apasionantes. Contrastes, colores y polaridades, que pasan a ser proyectados como “la película de mi vida”. Una película, como tantas otras, que ofrece espacio a reír y a llorar, a la aventura, a enamorarse, a identificarse y a flipar. Una película y quizás un “óscar” como reconocimiento a ese “ser social”. El deleite con las lucecillas del éxito y, cuando me paro, las implacables agujas del malestar.

Separación (o percepción de la misma), que acontece al igual que el encuentro sexual con el que todo empezó. Sin más, como de la nada misma con el fluir de la energía de acá para allá. Y así, ese “todo” que es el «hijo», y que representa el fruto sagrado de la fuente existencial, queda aparentemente partido en dos. El “yo” y su esencia (el recuerdo de lo que “es”). La máscara y el anhelo, el ser social y su fragancia vital (ser natural).

Y desde ahí, el camino de vuelta siempre está por llegar. Tan lejos y tan cerca como el darse cuenta del teatro y del “papel”. Del esfuerzo por “hacerlo bien”, de que, perderse a uno mismo para adaptarse al mundo o al otro, fue simplemente una necesidad circunstancial. Quizás simplemente cuestión de tiempo como la caída de la fruta tras madurar. Hasta que termina la película. Hasta que cae el telón y surge el reconocimiento de la ansiedad que supone mantener secuestrada la expresión genuina de nuestro “ser natural”. Hasta que sucede el hastío el hartazgo o la explosión del sufrimiento tras el juicio final.

Un sueño que, desde sus infinitas maneras de soñar, encarna en cada bebé para experimentar el milagro de la unión carnal. Unirse para separarse y separarse para volver a empezar. Quizás, tan simple como el ir y venir del día y la noche, tal vez tan especial como la oportunidad de volver a re-cordar. Simplemente, volver a pasar por el corazón.

Una y mil veces…
Presencia, supervivencia y naturalidad.
Ser esencial, ser social y ser natural.

Rubén Morales Estévez
Instructor de Meditación y Terapeuta Transpersonal

 

Por |2023-11-20T23:00:47+01:0020 de noviembre de 2023|Artículos|Sin comentarios

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